Adviento, época de esperanza
El Adviento es una época de gozo y esperanza. San Pablo nos llama a regocijarnos en la esperanza. ¿Pero que es la esperanza? ¿Cómo se diferencia de la...
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La historia sobre el concilio de Jerusalén narrada en el capitulo 15 de los Hechos de los Apóstoles, trae a colación un punto importante. ¿Dónde debemos buscar la guía para discernir la correcta interpretación de la Escritura y la voluntad de Dios, en el Magisterio de la Iglesia o en el Espíritu Santo? Algunos han propuesto estas dos como alternativas, pero ¿en realidad lo son?
El Antiguo Testamento contiene cuarenta y seis libros llenos de enseñanzas. Estos libros incluyen no solo los diez mandamientos, si no también muchas instrucciones sobre cómo aplicarlos a la vida cotidiana. Sin embargo, hay una limitación crucial inherente a este maravilloso, aunque provisional regalo de Dios.
El problema fue que nadie había sido capaz de transferir la ley de Moisés de las tablas de piedra hacia los corazones humanos. Toda persona que alguna vez ha tratado de seguir la ley de Dios puede simpatizar con la frustración de Pablo: “Puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?” (Romanos 7:19, 24).
Si Jesús hubiese venido solamente a entregarnos más instrucciones, el Evangelio no sería la “Buena Nueva”. No, el propósito de sus enseñanzas, culminando con la comunicación no verbal desde la cruz, fue convertirse en parte de nosotros, incrustarse en nuestra mente y en nuestros corazones. Es el Espíritu Santo quien hace esto posible. El Espíritu hace de cada uno Su templo, enseñando y fortaleciéndonos desde nuestro interior.
Al reflexionar sobre los siete dones del Espíritu (Isaías 11:2-3), San Tomás de Aquino, señala que la vida cristiana conlleva una emocionante relación con el Espíritu. En esta relación, somos llevados más allá de nuestras limitaciones, de nuestra naturaleza y se nos da la capacidad de pensar y actuar de manera sobrenatural.
Una relación íntima con Dios, llena de sorpresas del Espíritu Santo, no es solo para algunos elegidos, para los santos canonizados o para los místicos, sino que es la herencia para todos los bautizados. Tratar de entender la Trinidad sin la ayuda del Espíritu Santo sería como un perro tratando de entender la teoría de la relatividad de Einstein. Pero con el don del entendimiento que nos da el Espíritu Santo, los misterios de Dios pueden ser comprendidos desde adentro, aunque nunca de forma total. Verdaderamente podemos comenzar a “gustar y ver qué bueno es el Señor” (Salmo 34:8).
Esto significa que personas con poca educación como Francisco de Asís, Madre Teresa de Calcuta, Santa Teresa la Pequeña Flor, pueden llegar a tener un gran entendimiento de las verdades de Dios. O mejor aún, pueden llegar a vivir esa verdad. ¡Y nosotros también podemos!
Entonces, si cada uno de nosotros puede ser instruido y capacitado por la luz del Espíritu Santo, no necesitamos la autoridad de la Iglesia Católica, ¿cierto?
Falso. Desafortunadamente, la luz del Espíritu Santo no es la única influencia sobre nuestro pensamiento. El mundo constantemente nos descarga su propaganda a través de los establecimientos educativos, de la industria del entretenimiento y de los noticieros. Lo que Pablo llama “la carne”, la persistente herida del pecado original, distorsionando nuestro entendimiento. Por otro lado, tenemos al Engañador que nos susurra ingeniosas mentiras, al igual que lo hizo con Eva. Por lo tanto, también podemos confundir una de estas voces con la voz del Espíritu Santo.
El término “Magisterio” es simplemente una palabra del latín que usamos para referirnos al departamento oficial de enseñanza ejercida en cada época por los sucesores de los apóstoles, los obispos de la Iglesia en unión con el Papa, el sucesor de Pedro. Durante su ordenación, el Espíritu Santo les otorga el carisma de liderazgo para guiar y enseñar al Pueblo de Dios.
En el capítulo 15 de los Hechos de los Apóstoles, leemos sobre un serio dilema entre los líderes de la Iglesia sobre lo que se necesitaba para salvarse. En este caso vemos que la gente no siguió su propio discernimiento sobre lo que el Espíritu decía. No, los líderes de la Iglesia se reunieron con Pedro y los apóstoles en Jerusalén para lo que los historiadores consideran como el Primer Concilio de la Iglesia.
Al escucharse unos a otros y orar llegaron a un consenso. Notemos como proclamaron su decisión: “El Espíritu Santo y nosotros, hemos decidido…” (Hechos 15:28). Su decisión no solo fue un juicio burocrático, fue el discernimiento apostólico acreditado sobre lo que el Espíritu estaba comunicando a la Iglesia. Y todos se guiaban por este discernimiento. De esta forma se preservó la paz y la unidad, y el Cuerpo de Cristo pudo crecer y prosperar.
No todos los juicios del Magisterio son igualmente solemnes y vinculantes. Pro lo importante es el principio que estableció este evento. Ciertamente, el Espíritu Santo puede guiar a cada cristiano diariamente. Sin embargo, el Espíritu también nos guía a través de la autoridad magisterial de la Iglesia. El Espíritu no se contradice. Por lo tanto, si nuestras opiniones chocan con las enseñanzas de la Iglesia, la humildad nos dice que es nuestra opinión la que necesita algunos ajustes.
Este ensayo se centra en la guía del Espíritu Santo y el Magisterio de la Iglesia. Es una reflexión sobre las lecturas para el Sexto Domingo de Pascua, Ciclo Litúrgico C (Hechos 15:1-2, 22-29, Salmo 67, Apocalipsis 21: 10-14,22-23, Juan 14: 23-29).
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